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viernes, 30 de septiembre de 2011

Hay que volver a invertir en el tren

No hay grandes obras de infraestructura ferroviaria desde hace varias décadas. Mientras las cirugías urbanas ocasionadas por el tren permanecen inalterables, la ciudad y sus habitantes necesitan cambios. Corría 1857 y los vecinos del centro porteño tenían miedo. No era para menos, la locomotora a vapor pasaría frente a sus casas provocando derrumbes. Atendiendo a este temor, los argentinos que trajeron el tren a estas tierras prefirieron ubicar la estación a orillas de la ciudad, frente al Parque de Artillería –donde hoy se levanta el Teatro Colón– y no en un predio céntrico, como inicialmente se había pensado. El crecimiento de la red hizo que las compañías ferroviarias fueran agregando importantes tramos pugnando por llegar a sus estaciones de cabecera y especialmente al puerto. En sus tendidos y localización de galpones, playas de maniobras, talleres y depósitos, los trenes fueron amojonando y creando cisuras casi infranqueables, haciendo evidente la falta de articulación morfológica y funcional con el resto de la ciudad. Una constante, de allí en adelante. Un poco antes y un poco después de 1900, en los años del expansionismo ferroviario, los accidentes que producían los trenes al ingresar a la ciudad preocupaban a las empresas ferroviarias, no solo por su gravedad, sino por factores que eran la esencia del sistema: su eficiencia, es decir sus horarios y confiabilidad, y también su rentabilidad. Es que Buenos Aires, para entonces, se había convertido en el centro de un vasto sistema que, superando límites geográficos históricos, vinculaba a la mayor parte de las provincias con el principal mercado interno y de ultramar. A su vez, el crecimiento urbano en extensión impulsado por tranvías y ferrocarriles hizo de la metrópoli una serie de ciudades yuxtapuestas que se prolongaban hacia el suburbio y se adentraban en los pueblos de partidos vecinos. Solo Constitución, hacia 1913, recibía 20 millones de pasajeros por año, el doble de los que entonces llegaban a las terminales de Retiro y Once. Este aumento había llegado a tal magnitud que fue necesario construir puentes, viaductos, terraplenes y demás obras para salvar los obstáculos que presentaban al tráfico ferroviario peatones, colectivos y automotores. Los arcos de ladrillo de los puentes en Palermo, construidos por el F.C. de Buenos Aires al Pacífico para llegar a su terminal en Retiro, y los levantados por el F.C. del Sud en la zona sur de la ciudad para llegar a Constitución, son una clara muestra de ello. Pero, lejos de enmarcarse en planes o estrategias coordinadas con el poder comunal, o entre las mismas empresas, cada compañía operaba de acuerdo a sus propias conveniencias e intereses, superponiendo a menudo trazados, creando islas y barreras funcionales debido a la envergadura de los emplazamientos ferroviarios. Para ordenar todo este caos, Buenos Aires no contaba más que con un Reglamento de Construcciones, vigente desde 1912 –reemplazado por uno nuevo en 1928– y el Plan Orgánico confeccionado por la Comisión de Estética Edilicia en 1925. Este último Plan contenía interesantes recomendaciones sobre la relocalización de las instalaciones ferroviarias, aunque casi exclusivamente desde el punto de vista estético. Como otros planes, pasados y futuros, no tuvieron aplicación efectiva sobre la ciudad real. El desmesurado proceso de expansión urbana ligado a los tranvías, los trenes y el subterráneo inaugurado en 1913, y el producido por los colectivos y el automóvil a fines de los años ´20, fue un cóctel difícil de digerir para los sucesivos gobiernos comunales. Vino la crisis del ´30 y las inversiones en infraestructura ferroviaria, que ya venían atenuándose años antes, en gran parte de detuvieron. Grandes obras, como la reedificación de la Terminal Constitución quedaron a medio hacer. Los déficits entre 1930 y 1940, derivados de la pérdida de terreno frente al automotor, afectaron la rentabilidad del sistema. Con la nacionalización de 1947, el Estado asumió el control de un megasistema que era necesario modernizar y adaptar a nuevos tiempos y necesidades. Hubo avances y también contradicciones, pero en lo atinente a las cirugías urbanas del ferrocarril en la ciudad, escasos cambios. Como todo organismo vivo, la urbe fue creciendo y transformándose mientras que las heridas, inmutables, siguieron allí, casi congeladas en el tiempo. No se han visto desde entonces obras de infraestructura de la magnificencia de, por ejemplo, los arcos de Palermo ni los puentes de Barracas, ambos testimonios del mejor patrimonio industrial porteño. Tal vez sólo una arista de los problemas que sufre el transporte ferroviario, pero elemental al fin. Demasiado tiempo, demasiadas asignaturas pendientes. La ciudad está exigiendo una terapia efectiva a estos males que, de curiosos y ocasionales, hace tiempo pasaron a ser endémicos. Las vidas de sus habitantes –en suma, su patrimonio– continúan esperando respuesta.



Fuente : Clarin

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