La Argentina
es hoy uno de los peores países en materia de calidad regulatoria,
mientras que su sector público no puede garantizar servicios esenciales.
Un rasgo declamado del modelo kirchnerista es el de arrogarse el mérito
de haber construido un "Estado presente". Esta característica se
muestra como virtuosa, en contraposición con la opuesta, el "Estado
ausente", que se adjudica a los anteriores gobiernos. La presencia del
Estado puede entenderse como positiva si se refiere a aquellas áreas de
la vida comunitaria donde su rol es irreemplazable. Por ejemplo, la
atención de determinadas necesidades sociales a las que no concurren
suficientemente los prestadores privados. Pero el análisis de la
asistencia social debe saber distinguir lo que apunta genuinamente a
resolver los problemas de las personas que no pueden hacerlo por sí
mismas de aquello que es meramente clientelismo con fines políticos.
Seguramente, si se profundiza el análisis de esta forma, el kirchnerismo
no saldría airoso de una comparación con gestiones anteriores. Un alto
presupuesto dedicado a planes sociales o a la educación no logra hoy
reducir la pobreza ni colocar a la Argentina con buenos puntajes en las
evaluaciones educativas. Pero bastante más preocupante es observar las
consecuencias de un "Estado presente" cuando se refiere a actividades
empresarias, o a la regulación e intervención en la economía y en las
instituciones. Los avances del Estado kirchnerista en este sentido han
sido verdaderamente nocivos y sus efectos están a la vista: la Argentina
se ha convertido en uno de los peores países en términos de calidad
regulatoria. Y ya ni siquiera podemos hablar de bolsones de eficiencia,
como en otros tiempos lo eran el Indec, el Banco Central, algunos entes
reguladores o la hoy desnaturalizada Comisión de Defensa de la
Competencia. En los últimos diez años el sector público se ha agigantado
en tamaño y en costo. La ciudadanía sólo tiene la percepción del
deterioro de todo lo que ese Estado administra sin devolver a la
comunidad en bienes lo que de ella extrae en impuestos, que son cada vez
mayores. El gasto público ha crecido mucho más que la población y que
la economía. El número de empleados públicos aumentó en un 50%, y la
población lo hizo sólo en un 13%. La relación entre el gasto público
global y el producto bruto interno pasó del 30% al 43%. En la misma
proporción creció la presión impositiva. Debiéramos tener excelente
seguridad, salud y prestaciones sociales, pero ocurre exactamente al
revés. La gestión kirchnerista ha sido la primera y única en la historia
de nuestro país que ha degradado y desprestigiado su instituto de
estadísticas, el Indec, que siempre había gozado de muy buena
reputación. En este caso, más que ineficiencia, debe hablarse de una
expresa intención de falsear los índices de precios para encubrir
dolosamente la inflación y reducir los pagos de deuda pública atada al
incremento del costo de vida. El daño que esta acción ha causado en
pérdida de inversiones y encarecimiento del crédito es inconmensurable.
También es éste el primer gobierno que ha perdido casi por completo la
capacidad de tomar deuda o colocar títulos en el exterior. La ausencia
del Estado argentino es en este caso una consecuencia de degradantes
políticas en lo económico e institucional, y no de una voluntad virtuosa
de reducir el sector público. La reestatización o la apropiación por
amigos del poder de varias empresas productivas y de servicios públicos,
tras haberlas desvalorizado previamente con congelamientos tarifarios o
regulaciones abusivas, carga también sobre los argentinos a través de
ineficiencias y pérdidas que pesan sobre los contribuyentes. Aerolíneas
Argentinas es el más claro ejemplo, al que hay que agregar varias
empresas provinciales de aguas y algunas concesiones ferroviarias. Todas
ellas demandan cuantiosos fondos estatales para sus inversiones y
pérdidas operativas. Además, se deteriora la calidad de los servicios.
El caso de Ciccone es paradigmático y no sólo porque el Estado dejó de
cobrar impuestos en tiempo y forma. La descapitalización y el deterioro
de los servicios también se produce por efecto de intervenciones
gubernamentales arbitrarias, tanto en los precios como en las
importaciones de insumos y maquinarias. De esto pueden dar fe los
industriales, pero también los concesionarios de ferrocarriles o de
peajes camineros, las empresas de autotransporte, las distribuidoras de
electricidad o gas y los generadores de energía. Después de notables
ganancias de eficiencia y mejoramientos en la calidad de los servicios
durante la tan denostada década del noventa, el deterioro fue notable a
partir de la devaluación, la pesificación y los congelamientos de
comienzos de 2002. Pero lo peor ha sido el sostenimiento posterior por
más de diez años de estas ruinosas intervenciones. El drama está
actualmente a la vista con los accidentes ferroviarios, el deterioro de
la red vial y los cortes de energía. Se necesitarán varios años luego de
la normalización de los contratos y de las tarifas, para recuperar la
capacidad y la calidad de los servicios. Los argentinos, en síntesis,
tenemos hoy un Estado que, al margen de la supuesta "presencia" que le
otorga el relato oficial, no puede garantizarnos servicios esenciales.
Carecemos de seguridad, en tanto que en materia de infraestructura
estamos cada vez más lejos de los países desarrollados. Tales son las
consecuencias de un Estado malamente presente...
Fuente : La Nacion
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