martes, 15 de marzo de 2011

Un tren emblemático para el país en su punto de mayor deterioro

El “marplatense”, en terapia intensiva. El servicio a Mar del Plata sufre cancelaciones, demoras eternas y daños progresivos. Bajo un calor opresivo, Clarín acompañó a los pasajeros en un viaje incómodo, símbolo de un sistema en crisis. El electricista vestía la camiseta de Carlitos Tévez, el jugador del pueblo. Estaba impecable, pero en la partida se empezó a ensuciar, el tren lo necesitaba. Revisó el gabinete de control, parecido al tablero de comandos del Túnel del tiempo, con sus diez botones rojos grandes como alfajores. Pulsó, ajustó y superó el inconveniente. En el sector Pullman, los pasajeros tuvieron que ponerse un saquito. El tramo inicial del viaje, que hacen 2.500 personas por día, de ida o de vuelta, parecía el despegue presurizado de un avión. Dos turistas norteamericanas, una rubia y otra morena, muy altas, arquearon las cejas y levantaron los hombros, partían hacia la aventura. Ya les habían contado que los trenes argentinos tienen mucho de misterio y que en cualquier momento algo puede suceder. Un bebé dormía y una mujer despedía a su hermana por handy:

–Menos mal que estás ahí, los vagones de atrás son patéticos, de terror.
–Se ve que la categoría Primera no existe más.

Existe, pero los asientos están con la cuerina desgarrada, las cortinas de aluminio se traban y la rigidez de los asientos obliga a los viajantes a dormir como contorsionistas de circo, invadidos de contracturas. La locomotora se pone en marcha y el guarda anota el horario, su obsesión desde hace 25 años, los mismos en que un líder sindical ferroviario, José Pedraza, hace que no toma un tren. “Cuando el caballo empuja, todo sale bien, el problema es que, a veces, se manca”, dice el hombre de uniforme té con leche, que pide los boletos a los enviados de Clarín. Habla de las pocas locomotoras que están disponibles: sólo siete funcionan. La empresa Ferrobaires, que administra el gobierno bonaerense, había recibido 50 máquinas diesel en 1993, cuando la Nación transfirió el servicio a la provincia. Sólo 20 estaban listas para atravesar el viento, al resto le faltaban repuestos y no estaban operativas. La falta de reposición del material rodante se hizo sentir como nunca en el último mes, en el que se cancelaron servicios, se produjeron demoras de hasta cinco horas en las partidas y se rompieron trenes en pleno viaje. Además, una formación tardó cuatro horas en hacer apenas 99 kilómetros, cuando las autoridades prometían que, por esta ruta, iba a correr un tren de alta velocidad. Una pasajera que cebaba mate recordó el aviso publicitario que prometía llegar a destino en “cuatro horas y un ratito”, nostálgica de esa marca, porque ahora, con suerte, se tardan seis horas. El tren sale de Constitución entre pitos de algarabía. En sólo tres minutos, pasa por el lugar en el que mataron a Mariano Ferreyra, el militante que reclamaba por la dignidad de los trabajadores ferroviarios tercerizados. Dos jóvenes que viajan en malla y chancletas señalan el sitio de la emboscada. Las calcomanías del vagón avisan que el agua del baño es “no apta para el consumo”, pero nadie se intoxicará, porque agua no sale. Otro cartel promete “Aire acondicionado, video y música funcional”. Es el momento de disfrutar de una buena película, un rey tartamudo, una bailarina que enloquece, una orquesta rusa clandestina que va camino a París, historias para acortar dos horas la ansiedad por llegar a Mar del Plata. Es una misión imposible: de los televisores sólo queda el armazón de aluminio que los sostenía. El paisaje bonaerense, con vacas en el verde y lagunas visitadas por pescadores, puede funcionar como alternativa, pero la observación no es sencilla: las ventanas del tren son telarañas de vidrio, vitreaux que se formaron por pedradas recibidas en tramos inseguros. No hay una sola ventana que esté sana o limpia por completo: o están opacas por los años sin limpieza a fondo o tienen las marcas de lo que parece haber sido una lluvia de meteoritos.

–¿Viste que se prendieron fuego los portugueses?
–Sí, y eso que ni caminaron.

Los camareros, amables y atentos a las solicitudes de los pasajeros, charlaban durante un descanso sobre el incendio de los vagones que llegaron desde Lisboa para reforzar los convoyes argentinos, pero nunca fueron utilizados. Entre Lanús y Banfield, comenzaron los saltitos, por la irregularidad de las vías. Pero el mozo que ofrecía café con leche por los asientos se las arregló para mantener el equilibrio de las dos jarras de acero inoxidable que llevaba en bandeja.

–¿Cómo hace?– le preguntaron, cuando el salto ya parecía el de una montaña rusa y al hombre no se le caía ni una gota.
–Llevo 32 años en esto, me fui adaptando.
–En esas épocas, el coche comedor era un lujo.
–Pero hoy también está habilitado, vaya tranquilo, que el cocinero es muy bueno.

Las parejas que desayunaban allí transpiraban. El espacio no tenía ventilación y las cortinas bordó no habían pasado por la tintorería en los últimos diez años. La mesa que compartieron los enviados de Clarín estaba asegurada con remaches de distintos tamaños y escuadras caseras que sostenían una madera agujereada y atada con un alambre oxidado. Aún así, quedó con una inclinación de 15 grados cuando una taza se vació y la otra hizo contrapeso. En otra mesa estaba el guarda, que en una libreta anotaba las novedades. En eso se le acercó un segundo electricista que, serio, le habló al oído. Algo estaba pasando. Una breve parada en Chascomús, desde luego, auspició la aparición de un vendedor que derrochaba simpatía. Tres pares de zoquetes a 10 pesos, una radio japonesa, “con frecuencia modulada de largo alcance” a 20 pesos y bolsos térmicos “para llevar a la playa” salieron como pan caliente.

–Hace décadas que me gano la vida en este tren, esa es la garantía, señoras y señores, porque si yo le vendo a usted esta radio y no anda, en el próximo viaje me va a encontrar acá y yo quedaré a su merced- recitó con su vozarrón, que llegaba hasta el final del vagón.
–¿Y el tren de hace décadas cómo era?
–Mucho mejor que ahora, pero yo sigo agradecido, porque me permite trabajar.
La gente tiene margen para comprar sus chucherías: el pasaje cuesta 60 pesos en Primera y 80 pesos en Pullman, la mitad que el boleto de micro: 150 pesos de Retiro a la Feliz.
–Se plantó el 304, jefe.
–No importa, sigamos, tenemos que llegar puntuales.

El diálogo develaba el problema: el sistema de aire acondicionado empezaba a fallar en un vagón. Afuera hacía 35 grados de sensación térmica, que dentro de esa caja de acero trepaban a más de 40. El bebé empezó a llorar. Los jubilados se abanicaban con una revista que tenía en la tapa a Luli Salazar. En vano, las norteamericanas buscaban agua para refrescarse. Los camareros se preocuparon. El oxígeno empezó a faltar.

–Ahora se plantó el aire de otro coche- avisó el operario que vestía la camiseta argentina de Tévez.
–¿Qué hacemos con el pasaje?
–Hay que avisarles, podemos reubicarlos en el vagón de adelante, que está vacío.
–Yo me encargo…

“Ocurrió un inconveniente en el sistema de refrigeración, si desean, acompáñenme hacia otro vagón, allí van a estar un poco mejor. Pueden dejar sus cosas aquí, nosotros se las cuidamos”, prometió el camarero, mientras uno de sus compañeros guiaba la mudanza. A la altura de Sevigne, el tren pareció recobrar fuerzas y se puso a la par del micro 391 de la empresa Vos, que avanzaba por la ruta dos. La carrera se resolvió en 15 segundos: el micro se perdió de vista ante la tortuga que lo desafiaba. Los trenes argentinos han mermado su velocidad por el mal estado de las vías y del material rodante. Ambos elementos de acero no acoplan y provocan descarrilamientos de manera repetida. Por los ojos de buey sin vidrio, ya en Dolores, se ven decenas de vagones oxidados con la inscripción “Ferrocarriles Argentinos”, carcasas del pasado que figuran en el inventario de un país que destruyó su sistema ferroviario con las privatizaciones y las pésimas administraciones provinciales. Las promesas oficiales de un tren bala a Córdoba, del soterramiento del Sarmiento, de la electrificación total del Roca o de la reactivación de los talleres de Tafí Viejo, en Tucumán, chocan con una realidad cotidiana de miles de pasajeros varados o apretujados, sin indemnización por las tardanzas ni lugar para sus quejas. También el “marplatense” fue objeto de promesas, y lo seguirá siendo estos días, con el refuerzo de los trenes Talgo que, por ineficiencia y burocracia, todavía no circulan (ver “El nuevo tren...”). El tren se derretía. Un trabajador ferroviario buscaba consuelo: “¿Qué querés que hagamos? Esto es como tener un auto viejo, si no lo mantenés, se te cae. Y si no lo querés, no anda más”.

Fuente : Clarin

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